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Los crímenes del Retiro

Emilio de Miguel Calabia el

En su anterior novela, “Madrid era una fiesta”, que comenté aquí en marzo de 2022, Pedro Herrasti daba la impresión de que le interesaba más la recreación minuciosa del Madrid de finales de los 20 y la vida en la Residencia de Estudiantes que la trama policíaca en sí. Esa impresión desaparece en su última novela, “Los crímenes del Retiro”. Aquí hay un equilibrio perfecto entre la descripción del Madrid de 1900 y el progreso de la investigación de los crímenes cometidos por un asesino en serie.

En esta novela, Herrasti muestra que controla los mecanismos de una buena novela policíaca. El primero es el personaje del investigador. Desde Dashiell Hammet y Raymond Chandler sabemos que la personalidad del investigador es una de las claves del éxito de una novela policíaca. Y desde Sir Arthur Conan Doyle sabemos que un dúo funciona mejor que un investigador solo.

Herrasti ha escogido a dos personajes remarcables como investigadores para su novela. El primero es Miguel Herranz, un policía concienzudo que ha adoptado los métodos modernos de investigación. Como persona es más bien frío y tímido y le cuesta hacer amigos. Miguel Herranz fue uno de los héroes de Baler y de allí se trajo el beri-beri, que de tarde en tarde le produce desmayos y unas pesadillas atroces. La meticulosidad de Herrasti es tal que me mostró una foto de los héroes de Baler y me dijo en cuál se había fijado para el retrato de Herranz.

El otro investigador es ni más, ni menos que Don Pío Baroja, quien comparte con Herranz la frialdad y la timidez, a las que, en el caso de Baroja, se suma la tendencia a pelearse con todo el mundo. Baroja en 1900 es un hombre que va de fracaso en fracaso. Se graduó como médico en Valencia, porque se había enemistado con un par de catedráticos en Madrid. Probó suerte en Cestona como médico rural, donde casi le corren a gorrazos; en todo caso la de médico era una profesión que tampoco le agradaba tanto. Ahora regenta junto a su hermano Ricardo la tahona que les dejó su tía y el oficio de panadero le interesa tan poco como el de médico rural. Su único éxito ha sido la publicación de un libro de cuentos, “Vidas sombrías”. Eso le da derecho a codearse con la bohemia, a pesar de sus escasas dotes sociales.

Herranz y Baroja se conocen en el barrio de las Injurias, un barrio chabolista y miserable que existía entonces junto al río Manzanares. Se ha producido un asesinato. Una mujer muy hermosa ataviada con lujo ha sido degollada. En su mano alguien ha dejado una flor y el inicio del poema de Rubén Darío “La princesa está triste”. Herranz acude a investigar. Baroja, por su parte, está documentándose sobre la vida miserable de Madrid y preparando el terreno para lo que luego serán sus dos grandes obras, “La Busca” y “Aurora Roja”.

El Madrid sórdido que aparece retratado a lo largo de toda la novela contrasta con el Madrid de los ricos y poderosos, cuyo principal exponente es el Marqués de Salamanca hijo. Es un hombre soberbio, acostumbrado a hacer su santa voluntad, que siempre está rodeado de amantes bellísimas. Otro exponente de la riqueza es Antonio Hoyos, uno de los personajes más extravagantes del Madrid de 1900. Hoyos representa el tipo de esteta decadente y homosexual; como Oscar Wilde, pero en más decadente. “Sobre mi conciencia pesan pocas cosas. Soy un hombre amoral (…) Le diré que esos crímenes no me interesan. Sus muertes fueron como sus vidas: insignificantes.” “La estética es importante en todo, en la manera de vestir, de comportarnos, de hablar. Casi todo puede tener una dimensión artística, incluso un asesinato.”

El contraste entre ambos mundos no es sólo uno de riqueza. Es ante todo uno de poder. Como explica uno de los personajes, perteneciente al mundo de los pudientes: “Creo que ignora lo importante que es mantener el orden social. Si un sujeto como yo fuera detenido (…) la sociedad se resquebrajaría. Debe saber que hay una serie de principios legales que se aplican a gran parte de la gente, pero a medida que se sube en la escala social van perdiendo fuerza. Hagan lo que hagan, a los que están en la cúspide de la pirámide no les pasa nada. Y estoy entre esos hombres y detenerme manda un peligroso mensaje: si yo caigo, otros pueden hacerlo. Eso sería una pequeña revolución, sí, pequeña, pero un inicio. Algo que no se puede consentir.”

Todos sabemos que no hubo revolución. Lo que hubo fue un régimen que se fue desmoronando lentamente, como en cámara lenta y que sobreviviría hasta la proclamación de la II República. Lo más preclaro que se escribió a este respecto, lo dijo Pío Baroja en “Aurora roja”, que Herrasti saca a colación:

“- ¿Y siempre habrá que luchar?

– Siempre.

– ¿No cree usted que vendrá la fraternidad?

– No.

– ¿No se podrá conseguir que deje de haber explotadores y explotados?

– Nunca.”

 

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